domingo, 21 de diciembre de 2008

El delirio de ser amado

Finalizada la primera guerra mundial (,) la Prefectura de Policía de París inició una intensa actividad asistencial. Allí recalaban pacientes enviados desde las comisarías, las prisiones y las calles parisinas. Al frente de su enfermería estaba Gatian De Clérambault, una de la figuras más significativas de la psiquiatría europea del siglo pasado. A él se debe, entre otras muchas cosas, la descripción clínica del delirio de ser amado. Léa Anne B, una mujer francesa de 53 años de edad, fue una de aquellas primeras pacientes. Estaba convencida de que el rey Jorge V se había enamorado de ella y de que toda la sociedad londinense lo sabía. Viajó a Inglaterra en varias ocasiones para apostarse ante las verjas del palacio de Buckingham, con la sóla esperanza de vislumbrar al rey tras las ventanas. Interpretaba como evidentes señales de su amor cualquier movimiento de las cortinas de palacio.
La erotomanía o síndrome de Clérambault consiste en la convicción delirante de ser amado por una persona, generalmente de superior posición social. La trama delusiva se gesta a través de un postulado básico y en apariencia simple: él (o ella) me ama. Interpretaciones erróneas de mensajes sutiles, detalles fictícios, conversaciones secretas a distancia o encuentros fugaces o inapreciables, alimentan la ilusión delirante, hasta llegar a tiranizar toda acción y pensamiento del paciente. En este periplo por la pasión morbosa ( ) el individuo pasará de la esperanza al despecho y de éste al rencor. Clearambault, dueño de una capacidad de observación extraordinaria, describió todos estos fenómenos con una mirada “casi quirúrgica” Al final de su vida se vio privado, precisamente, de la visión y decidió suicidarse pegándose un tiro frente al espejo.
Las formas puras de erotomanía son poco frecuentes. Más bien suele aparecer en el curso de trastornos esquizofrénicos, afectivos y neuropsiquiátricos. Afecta tanto a hombres como a mujeres y de cualquier extracción social y cultura, sin diferenciar su preferencia sexual ni su estado civil. En general, la ilusión de ser amado suele ser además ( ) la ilusión de ser amado por alguien que disfruta de una cierta relevancia social. No siempre es así, y a veces, como en el caso de Zaida ese alguien está muerto, o no existe, lo cual añade, si cabe, un mayor desasosiego al delirio.
Es evidente que resulta tentador pensar sobre la naturaleza del amor humano desde la psicopatologia de la pasión amorosa. Su dramatismo, sus implaciones médicolegales y su lacónica ternura ( ) constituyen, de sobras, buenas razones para ello. Lo han hecho la literatura (y el cine). Flaubert se inspiró en el “caso del matrimonio Delamare” cuando escribía Madame Bovary y la novela Amor perdurable de Ian McEwan se basa en otro caso real de erotomanía homofílica, informado en el British Journal of Psychiatry. El amor humano como ficción o un antídoto contra la soledad. Lacan, discipulo aventajado de Clérambault, estudiando el Banquete de Platón, remata con una fórmula aún más caústica: “ el amor es dar lo que uno no tiene a alguien que no lo necesita”.
Pero no es ese el objeto de la psiquiatría, como en cualquier otra especialidad médica, se trata de hacer más llevadera la enfermedad y alejar la muerte, cuando se puede.



La Princesa de Java



Madrid. Verano de 2006.

Todos decían que se movía en la barra vertical como ninguna. Esperaban impacientes, hasta que una voz en off, fría y monocorde, anunciaba su número:
-¡Y ahora con todos ustedes el exotismo de indonesia, la belleza escultural venida de las islas del amor. Disfruten con…la javanesa!
Y salía, como de un sueño, desde el fondo entelado del pequeño escenario, iluminada por dos cañones de humo de color azul plomado, completamente desnuda. Bellísima. La actuación duraba exactamente cuatro minutos y once segundos, el tiempo que duraba La Javanaise. Zaida interpretaba en playback la versión de Madelaine Peyroux con una sincronía perfecta. Durante los primeros veinticinco segundos, saludaba al público, describiendo un círculo alrededor de la barra, y luego en un elegantísimo impulso saltaba al metal, y cantando su canción, serpenteaba, serpenteaba, serpenteaba.
Esa noche no había ninguna mujer. Unos pocos hombres se apoyaban sobre el escenario. Otro grupo de jóvenes bien vestidos, que parecían venir de una celebración, ocupaban las mesas del centro. Al fondo, fumando y bebiendo, estaba él. Sólo para Zaida. Sólo para ella. Nadie más podría verlo porque, simplemente, estaba muerto, había muerto hacía 31 años.
Zaida no era de Java, sino de Fez, como su padre y sus cuatro hermanos. Su madre nació en El Cairo. Tampoco, según ella, hacía streptease. Insistía en que lo suyo era bailar desnuda.Y siempre con la condición de hacerlo cantando la javanaise. Y nunca hablaba con los clientes. Ni se acostaba con ellos. Tampoco, aunque se lo pidieran, repetía su número.
-Nous nous aimions, le temps d'une chanson- gritaba nada más llegar al Media Luna.
El dueño aceptaba estas y otras excentricidades de Zaida a cambio de negociar su sueldo cada noche.

Junio de 2001. Barcelona.

Los padres de Zaida llevaban casi veinte años en Cataluña. Disfrutaban de una buena posición económica, gracias al negocio familiar: una producción de cafeteras industriales en la que toda la familia trabajaba. Todos menos Zaida, empeñada desde niña en ser profesora de danza oriental. Muchas tardes de domingo se reunían para ver películas y videos antiguos de su actriz favorita, Souad Hosni, símbolo de la edad de oro del cine egipcio. Zaida había oído contar mil veces la historia del matrimonio clandestino que la actriz mantuvo, durante cinco años, con Halim Hafez. A la madre de Zaida le encantaba el misterio que envolvía aquella historia de amor. Hafez era el cuarto hijo del jeque Ali Ismail Shabana. Entre los años 50 y 70 se convirtió en el cantante y actor más popular del mundo árabe. Sensible y tierno, atrajo a las multitudes, particularmente a las mujeres, que veían en él a un hombre diferente, muy alejado del estereotipo viril de entonces. Murió en 1977, a la edad de 48 años. A su funeral asistieron un millón de personas. Un suicidio colectivo de mujeres entristeció aún más ese día. Souad Hosni, pasó los seis últimos años de su vida en Londres. Murió con 57 años al tirarse desde el sexto piso de su apartamento. Era el 22 de junio de 2001, el día del cumpleaños de Halim Hafez. La noticia tuvo un gran impacto. La televisión egipcia interrumpió su programación habitual y Hosni Bubarak se apresuró en anunciar que repatriaría el cuerpo de la actriz para celebrar su funeral en El Cairo.
La familia de Zaida, como tantas otras, siguió emocionada la noticia desde España. Pero para Zaida, la muerte de la actriz supuso mucho más que para ninguna otra persona en el mundo, algo inimaginable. Muchas noches de insomnio siguieron a ese día. Apenas salía de su habitación, no quería hablar con nadie y dejó de comer. Pasaba las horas visionando obsesivamente escenas de aquellas películas. Sus padres intentaron, sin conseguirlo, llevarla al médico. Lo que al principio fue sólo un presentimiento, que no lograba asentarse en una idea formal, se transformó, con los días, en la certeza, en la convicción absoluta de que el suicidio de Souad Hosni había liberado, por fin, el amor que Halin Hafez sentía por ella. Así, sin asustarse de su propio pensamiento, sin miedo, sin el más mínimo desánimo, ni crítica, sabía, porque lo sabía, que debía irse de allí esa misma noche para hacer posible un encuentro asombroso: Halin Hafez la encontraría, porque la amaba inmensamente y desde que el mundo era el mundo.

2001 a 2003.

Todos los esfuerzos por encontrarla fueron inútiles. Sus padres la dieron por desaparecida durante casi dos años. Londres, Berlín, Málaga, Madrid. Una llamada desde Ámsterdam en la primavera de 2003 fue el único contacto:
- Estoy bien. Soy feliz. Sé que Hafez está haciendo lo imposible por venir a mi encuentro.
En su viaje definitivo y sin retorno hacia el amor, nada era tan importante como aquella apasionada declaración, que desde su pensamiento, se extendía por todos los lugares, por todas las cuidades, a todos los hombres y mujeres, iluminando un mundo que parecía nuevo. Todo lo confirmaba, pero sobre todo la alegría interior que sentía. Los contratiempos, los infortunios de aquellos días, eran en realidad más y más pruebas de una forma de amar no conocida hasta entonces.

El amante íncubo. Otoño 2003.

Esa noche el local había estado lleno de gente rara. Zaida se sentía débil y abatida. Eran las tres de la madrugada, cuando de vuelta a casa y nada más abrir la puerta, sintió un escalofrío. Pensó que estaba enferma, se preparó una infusión y se fué a acostar. Con las primeras luces del amanecer, un ruido extraño, como de pasos arrastrándose, la desveló. No podía moverse, ni abrir los ojos. Estaba paralizada. Quiso gritar. Intentó tranquilizarse concentrándose en su olfato, que parecía intacto; Una mezcla de almizcle y tierra mojada iba adquiriendo mayor intensidad a medida que los pasos se acercaban. Sintió como, con mucho cuidado, apartaba las sábanas y se tumbaba a su lado. El peso de su cuerpo la inclinó levemente hacia él. Una corriente rápida y tibia, recorrió toda su piel y borbotones de sangre capilar golpeaban (golpearon) (en) su sexo y endurecían (endurecieron) sus pezones. Nunca se había sentido tan voluptuosa. Ni una palabra entre los dos.
Quiso salir tras él, pero los espasmos de placer la retuvieron unos minutos. Luego oyó risas en la escalera. Se incorporó y vio que estaba desnuda, con la ropa rasgada y las sábanas y las mantas por el suelo. No había nadie en la escalera, pero las risas se hacían cada vez más intensas. Persiguiendo la sombra de Hafez, salió a la calle, corriendo de una acera a otra y gritando ¡callaros, callaros!

Localizada la familia de Zaida, desde Madrid fué trasladada para continuar el ingreso psiquiátrico en Barcelona. Al alta, no aceptó ningún tipo de tratamiento ambulatorio. Volvió a ingresar en varias ocasiones, algunas por orden judicial y con carácter involuntario y otras, a petición propia, cuando se sentía deprimida o volvía sin nada, destruída, tras un nuevo intento de encontrarse con Hafez. La última vez que la ví tenía mal aspecto, quería tramitar una ayuda social porque no encontraba trabajo. Le propuse, mientras tanto, una estancia en el hospital de día, sabiendo que ,como siempre, con una sonrisa indulgente se negaría.

Invierno de 2006.

Y salía, como de un sueño, desde el fondo entelado del pequeño escenario, iluminada por dos cañones de humo de color azul plomado. Muy delgada. Desmejorada. Casi sin fuerzas para agarrarse al metal. Esa noche no había ninguna mujer, sólo unos cuántos hombres que no paraban de beber y de fumar. Al fondo, estaba el dueño del local, esperando a que acabara de una vez su número. Igual que ella.

A veces, la muerte no es lo peor. Aunque tenga mala prensa, no es lo peor. Vivir puede ser tan violento, tan oscuro. O bien ocurre que uno da por bueno lo vivido. Es relativamente sencillo. Se decide cuando acabar. Y si no ocurre así, otros deciden por ti. Otras cosas deciden por ti. Es como un accidente. Sobreviene con la mente clara, por una carretera a media noche, en línea recta, entre acacias, oyendo música. Se intenta esquivar un caballo salvaje que cruza. O se salta al vacío, como Souad Hosmi Y se ve el pavimento como un mundo. O el ojo del caballo de perfil como otro mundo. Uno se da cuenta de que se abandona esta vida, en un instante No hay más, y tampoco hay porque rasgarse las vestiduras. Peores muertes son las hijas de la guerra, tal vez piensa mientras siente el pavimento estallándole en la frente. Peores muertes son las hijas del hambre, tal vez piensa mientras da vueltas y más vueltas de campana, entre acacias, sonando la javanaise: la vie ne vaut d'être vêcue, sans amour,mais c'est vous qui l'avez voulu, mon amour.

lunes, 3 de diciembre de 2007

La Ilusión De Sosías


“La ilusión de sosías”

Actualmente se considera una variedad más dentro de complejos y múltiples fenómenos de falsa identificación: el síndrome de Frégoli , que consiste en la identificación delirante de familiares en personas extrañas; la intermetamorfosis , en el que el paciente tiene la convicción delirante de que personas cercanas a él modifican su aspecto a voluntad o, más recientemente, el síndrome de dobles subjetivos , en el que un extraño es transformado físicamente, pero no psicológicamente, en el propio paciente. No son frecuentes en la clínica diaria, a pesar de que se asocian con un gran número de enfermedades ( neurológicas, metabólicas, tóxicas..). En psiquiatría, la mayoría de los síndromes de falsa identificación aparecen en los trastornos psicóticos, sobre todo esquizofrenias.
El encuentro con el enfermo de “ilusión de sosías”, plantea en primer plano, el problema de la identidad, por el que trasunta la ambivalencia y la dualidad intrínsecas al ser humano. Su discurso remite a un inconsciente colectivo, con los paradigmas primigenios del doble: la sombra, el reflejo o la huella. En realidad, en la mayoría de los casos, no se trata de una ilusión, ni de un fenómeno alucinatorio. Los pacientes, no perciben imágenes de un doble, sino que están convencidos de que los dobles existen. La manera en la que llegan a esa convicción, tiene que ver, precisamente, con el proceso del enfermar delirante. Es, en estos casos, como en el caso de Manuel, una brutal representación de la metáfora de Susan Sontag La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos”.

Como cada domingo, Manuel salió a pasear con su perro. Aquella mañana se despertó mucho antes de lo habitual. Se sentía extraño, diferente, como “despojado de culpas y preocupaciones”. Tomó un café, se puso un pantalón corto y sacó a Rudo de la caseta. Era un día claro de verano. A la altura del Vora Mar se cruzó con un hombre y una mujer, ancianos. Caminaban ligeros, de la mano. Los dos lucían unas enormes varices que comenzaban por encima de la rodilla y se perdían bajo la espuma. Tenían esas extremidades inferiores que suelen verse en la playa, a estas horas del día, arqueadas, en “genu varo”, como cedidas al peso de la vida.
-Buenos días.

-Buenos días-contestó Manuel-.

Más tarde, le adelantó una joven. Siguió con atención los movimientos poco coordinados de sus brazos y las huellas planas, profundas y pesadas, que dejaban sus pies en la arena. Nada parecido a la ligera impresión triangular que deja un corredor medianamente entrenado. Midió mentalmente la distancia entre huella y huella, y calculó que la joven llegaría apenas cinco minutos antes que él, al malecón. Eso suponiendo que no se parara a tomar aliento, cosa que presumía muy probable, a juzgar por la agitada respiración que percibió a su paso. Debía tener una frecuencia cardiaca entre ciento veinte y ciento treinta. Tomó su propio pulso, sesenta y dos, y evocó sus tiempos de atleta mediocre en el Athletic Club de Sant Sadurnì.

Seguía inmerso en estas divagaciones cuando reparó, sorprendido, en la presencia de dos hombres que ya se acercaban hacia él. Iban vestidos de manera impecable, nada adecuada al tiempo y al lugar. Trajeados de oscuro, con corbata y camisa blanca, caminaban despacio, sin modificar en absoluto su trayectoria, indiferentes al agua que mojaba sus zapatos y empapaba la parte baja de sus pantalones. Eran curiosamente parecidos, altos, más bien delgados, de barba cerrada, fuertes mandíbulas y amplias entradas. Imaginó que se trataba de unos excéntricos vendedores de biblias.
-Pertenecemos a un equipo de científicos y estamos reclutando hombres con sus características físicas, para una futura investigación…
Manuel interrumpió con un esforzado carraspeo y tiró de Rudo, que parecía recelar de los desconocidos. Amablemente, pero sin darles pie a una réplica, salió del apuro como pudo. Le extrañó que no insistieran, y siguieran su camino como si tal cosa. Contó hasta diez antes de decidirse a mirar hacia atrás. Uno, dos, tres, cuatro… ¡Habían desaparecido! El día estaba claro y la playa desierta, y desde donde él se encontraba, hasta el paseo marítimo, había que caminar mucho más que el tiempo que se tarda en contar hasta diez. Tal vez soñaba. Buscó indicios de la realidad en las reacciones de Rudo, mojándose la cara con el agua de mar, haciendo sonar unas conchas en su mano…Por un momento, se sintió reconfortado, al ver que la joven desgarbada ya volvía desde el malecón.
-Perdone señorita…
Manuel se quedó plantado, viendo como la joven salía corriendo en dirección al paseo marítimo. Algo en su interior, le decía que ella también tenía algo que ver con aquél encuentro singular. Volvió sobre las huellas de la joven; en algún momento, se cruzarían con las de aquellos hombres, como prueba de que todos ellos formaban parte de la intriga. Intuía que algo terrible estaba a punto de pasar.
Era el tres de junio, hace ahora seis años, un domingo al amanecer.
Durante los siguientes dos meses no quiso volver a recordar aquella mañana. Finalmente, se casó con Paloma. Dejó la fábrica y se puso a trabajar por su cuenta, de albañil. La sospecha de que estaba siendo objeto de un complot, que amenazaba con despojarle de su “alma”, fue invadiendo, poco a poco, toda su vida, su pensamiento, su casa, su trabajo, su matrimonio…
Envuelto en sudor frío, se despertó a las tres de la madrugada. Un hombre y una mujer rodeaban su lado de la cama. Paloma dormía profundamente. Iban cubiertos con unas largas batas blancas. El hombre, era uno de los que vio
en la playa y la mujer - no había ninguna duda - era Paloma. Un espasmo de pánico lo paralizó. Quería volver el rostro hacia su esposa, “la mujer que dormía a su lado”, pero no podía moverse.
-Hemos venido a llevar a cabo una investigación. Le inyectaremos un fluido blanco por debajo de la sexta costilla.
Manuel sintió un impacto frío en el corazón. Pensó que al fin llegaba el momento de la revelación. Una vibración recorrió lentamente todo su cuerpo en un orden anatómico casi perfecto. Desde el corazón, el fluido blanco y frío se bifurcó, a cada lado, por debajo de las clavículas y luego, en espiral, alrededor de los huesos de los brazos y antebrazos, para ramificarse en las muñecas hacia cada uno de los dedos hasta sus yemas. Parte del fluido se concentraba en la pared de su estómago, enfriando los órganos principales del abdomen, el hígado a la derecha, el páncreas un poco hacia la izquierda y los riñones. Desde los testículos, por las ingles, descendía buscando los huecos poplíteos y se acumulaba en la masa muscular de sus gemelos. Por encima del vértice de sus pulmones, otra vibración blanca y fría alcanzaba las carótidas y se introducía, con cada pulsación, en el interior del cráneo, extendiéndose en infinitas ramificaciones por el interior de su cerebro. Sintió cómo el fluido blanco, frío y vibratorio, iba reemplazando el humor vítreo de sus globos oculares, cegándolo poco a poco, al mismo tiempo que la imagen de aquellas dos personas, “aquellos impostores”, se desvanecía de los pies a la cabeza, mientras repetían:-“Dentro de seis años volveremos”.
Manuel se incorporó agitado y gritando:
-¡Estoy ciego, me han dejado ciego!
La ambulancia llegó al hospital a primera hora de la mañana. En el camino ya había recuperado la visión. La exploración descartó patología orgánica, y la consulta con el psiquiatra de guardia fue concluyente:
-Estaba usted sólo soñando.
El médico le explicó de manera científica y convincente la arquitectura del sueño, y las alteraciones hipnagógicas e hipnopómpicas del mismo.
Paloma estaba asustada. Era mucho más joven que él, hermosa y valiente, pero temía haber perdido, aquella misma noche, al hombre del que se enamoró.
Manuel ya no se recuperó. Estaba convencido de que el médico que lo visitó, era “otro impostor”: el doble del dueño del taller mecánico. Vivía entre el terror y la perplejidad, en una dualidad vertiginosa. La mujer con la que convivía, había suplantado a Paloma, sabe Dios con qué intenciones, aunque intuía que una mafia científica, estaba detrás de todo esto. Toleraba su presencia en casa, porque sabía, que tarde o temprano, daría a conocer su verdadera identidad. Empezó a leer todo lo que caía en sus manos sobre clonación y clones. Temía encontrase consigo mismo, en cualquier momento, en cualquier lugar.
Unos meses después, Paloma, derrotada, lo abandonó. El trabajo iba bien, pero ya nada tenía para él, el mismo significado, la misma importancia. Cuando los encargos, las chapuzas y los portes, le desbordaban, siempre contaba con “Manobra”; así llamaba a Mustafha Hissini, un joven magrebí que conoció en Dragados y Construcciones. Apenas hablaban. A Manuel le divertía y, a veces, le emocionaba oír aquellas melodías que venían de África, que Hissini sintonizaba, cada día, a la hora del almuerzo.


Hoy conozco a Manuel. Está conmigo Orlando, el nuevo residente de psiquiatría, que lee en voz alta el informe de urgencias:
“Varón de 43 años de edad, remitido desde el servicio de Traumatología. Caída tras electrocución, hace dos meses, en accidente de trabajo, sin lesiones residuales. Presenta un cuadro de alucinaciones auditivas y visuales de 24 horas de evolución, agitación psicomotriz e ideación delirante de persecución (explica estar bajo el control de una secta de científicos). Episodio similar hace unos seis años, que no requirió seguimiento psiquiátrico.
Acostado en la camilla del box número tres, se percató de que de una de las guías del techo, una pequeña esfera de cristal proyectaba un finísimo haz de luz, blanca, fría y vibratoria. Esta vez fue directamente a impactar entre sus cejas, y desde allí, en unos segundos, se extendió por todo su cerebro. La agitación cedió y los sedantes lo adormecieron.

Postdata uno para Orlando:

Espero que disfrutes de tus vacaciones en la Habana y con tu gente. En el servicio, todo sigue más o menos igual. Ana, la psicóloga, está felizmente embarazada, y Alejandro a punto de prejubilarse; echaremos de menos su perspectiva política de la enfermedad, ¿verdad?. Aún no sé qué le pasa a Manuel. Esperamos una resonancia. Es un hombre serio, educado, tímido y poco hablador. Trabaja, duerme y poco más, ahora sin rastro alguno de locura, salvo que, la suya, sea su profunda soledad. Sólo le interesa que hablemos de sus experiencias alucinatorias, de los dobles, buscando indicios fronterizos entre la realidad y los sueños, como aquella mañana de domingo. Algunas veces, habla un poco de Paloma; cuando lo hace, me siento vulnerable, me emociona, pienso que está siempre a punto de decirme, por fin, lo que Manobra y yo sabemos. Y que ahora sabrás tú.

Postdata dos para Orlando:

Por fin, el pasado jueves, quiso que habláramos del accidente. Nunca le vi tan triste.
En el transistor habían sintonizado Radio Tarifa.
-Me gustaría haber ido a África. Me gustaría haber tenido otra suerte-comentó Manuel-.
Manobra asintió y le acercó la lata de cerveza.
Le pareció ver la sombra de Paloma proyectada en la pavimento, desde el andamio, a siete metros de altura. La reconocería desde cualquier ángulo, desde cualquier lugar. Le dio tiempo a distinguir sus finos tobillos, la cadera generosa y el pecho firme, los cabellos ondulados…
Bastó con desprenderse de los guantes, soltarse del arnés y alargar la mano hasta el cable. Su cuerpo aún pudo arrastrarse unos metros, como intentando subir de nuevo al andamio.
Respecto a tu pregunta, Orlando, no se qué decirte, pero aunque no siempre está el amor y el desamor en la narrativa de los pacientes, sí sus despojos. También, a veces, la ilusión de sosias resuelve el problema de la ambivalencia, a través de complejos mecanismos inconscientes de escisión y proyección. La culpa no permite odiar y amar al mismo tiempo. El delirio de dobles proyecta el malestar sobre el impostor, sin ningún tipo de incertidumbre afectiva.

Publicado el 11 de Agosto de 2007 en el suplemento de Salud, del diario El País.